Robo en una pastelería
Ultimo viene il corvo (1949)
El Trucha llegó al lugar convenido y los otros ya lo estaban esperando. Estaban los dos: Niñojesús y Uora-uora. Era tal el silencio que desde la calle se oían sonar los relojes de las casas: dos toques, había que darse prisa si no querían que los alcanzase la madrugada.
—Vamos —dijo el Trucha.
—¿Dónde es? —preguntaron.
El Trucha es de los que nunca explican el golpe que tienen intención de dar.
—Ya veréis —contestó.
Y caminaba en silencio por las calles vacías como ríos secos, con la luna siguiéndolos a lo largo de los cables del tranvía, el Trucha delante con aquellos ojos amarillos nunca inmóviles, y ese temblor de la nariz como husmeando.
A Niñojesús lo llaman así porque tiene una gran cabeza de recién nacido y un cuerpo retacón; tal vez también porque lleva el pelo corto y tiene una cara bonita, con bigotitos negros. Es puro músculo y se mueve con la suavidad de un gato; para trepar y ovillarse no hay nadie como él, y cuando el Trucha lo lleva consigo siempre hay una buena razón.
—¿Será un buen golpe, Trucha? —preguntó Niñojesús.
—Si lo damos —dijo el Trucha, respuesta que no quería decir nada.
Pero entretanto, por rodeos que sólo él conocía, los había metido en un patio. Los dos comprendieron que tendrían que trabajar en una trastienda y Uora-uora se adelantó, porque no quería vigilar. El destino de Uora-uora es vigilar: su sueño sería entrar en las casas, revolver, llenarse los bolsillos como los otros, pero siempre le toca vigilar en las calles frías, con el peligro de las patrullas, batiendo diente con diente para que no se le hielen y fumando para guardar las apariencias. Uora-uora es un siciliano alto y flaco con una cara triste de mulato y las muñecas asomándole por las mangas. Cuando van a dar un golpe se pone muy elegante, no se sabe por qué: con sombrero, corbata e impermeable, y si hay que escapar, se recoge los faldones del impermeable como si quisiera abrir las alas.
—Tú vigilas, Uora-uora —dijo el Trucha, moviendo las aletas de la nariz.
Uora-uora se alejó mohíno: sabía que el Trucha puede seguir moviendo las aletas de la nariz cada vez más rápido, pero que en cierto momento se detiene y saca el revólver.
—Allí —dijo el Trucha a Niñojesús.
Había una ventanita no muy alta, con un cartón en lugar de un cristal roto.
—Tú subes, entras y me abres —dijo—. Ten cuidado de no encender las luces, que se ven desde fuera.
Niñojesús trepó como un mono por el muro liso, hundió el cartón sin hacer ruido y metió la cabeza dentro. Hasta entonces no había notado el olor: respiró y le subió a la nariz una nube de ese perfume característico de los pasteles. Más que glotonería, sintió una emoción temblorosa, una especie de remota ternura.
«Aquí ha de haber pasteles», pensó. Hacía años que no comía un pastel como Dios manda, tal vez desde antes de la guerra. Revolvería por todas partes hasta encontrar los pasteles, seguro. Se dejó caer en la oscuridad; dio una patada a un teléfono, una escoba se le metió en los pantalones, tocó el suelo. El olor de los pasteles era cada vez más fuerte, pero no entendía de dónde venía.
«Aquí ha de haber muchos pasteles», pensó Niñojesús.
Estiró una mano, tratando de orientarse en la oscuridad para encontrar la puerta y abrirle al Trucha. Enseguida retiró la mano con asco: allí debía de haber un animal, un animal marino tal vez, blando y viscoso. Se quedó con la mano en el aire, una mano que estaba pegajosa, húmeda, como cubierta de lepra. Sintió que entre los dedos le había salido un cuerpo redondo, una excrecencia, tal vez una buba. Abría mucho los ojos en la oscuridad, pero no veía nada, ni siquiera para tocarse debajo de la nariz. No veía pero olía: entonces se echó a reír. Comprendió que había tocado una torta y que en la mano tenía crema y una cereza confitada.
Empezó a lamerse esa mano y con la otra seguía tanteando alrededor. Tocó algo sólido pero suave, con un velo granuloso en la superficie: ¡un buñuelo! Siempre tanteando, se lo metió entero en la boca. Dio un gritito de sorpresa al descubrir que tenía mermelada dentro. Era un lugar maravilloso: en cualquier dirección que se extendiera la mano, en la oscuridad, se encontraban nuevos tipos de dulces.
Oyó que golpeaban en una puerta, no muy lejos, con impaciencia: era el Trucha que esperaba que le abriese. Niñojesús se encaminó hacia el lugar del ruido y sus manos tropezaron primero con merengues, después con bizcochos crocantes. Abrió. La linterna de bolsillo del Trucha le iluminó la cara con los bigotes ya blancos de crema.
—¡Esto está lleno de pasteles! —dijo Niñojesús como si el otro no lo supiera.
—No es hora de pasteles —dijo el Trucha apartándolo—, no hay tiempo que perder.
Y avanzó agitando en la oscuridad el haz de luz de la linterna. Y en cada punto iluminado descubría hileras de estantes y en los estantes hileras de bandejas y en las bandejas hileras de pastas de todas las formas y todos los colores y tortas cargadas de crema que goteaban como cera de velas encendidas, y baterías en formación de panes dulces y castillos de turrones.
Entonces un miedo terrible se apoderó de Niñojesús: la congoja de que fuera a faltarle tiempo para saciarse, de tener que escapar sin haber probado todos los tipos de pasteles, de ver al alcance de la mano todo aquel país de cucaña sólo por pocos minutos en su vida. Y cuantos más pasteles descubría, más aumentaba su congoja, y cada nuevo rincón, cada nueva perspectiva de la tienda que aparecía iluminada por la linterna del Trucha se le plantaba delante como para cerrarle cualquier camino.
Se abalanzó sobre los estantes atiborrándose de pastas, metiéndose en la boca dos, tres juntas, sin sentirles siquiera el sabor, parecía luchar con los pasteles, enemigos amenazadores, extraños monstruos que estrechaban su asedio, un asedio crocante y almibarado en el que debía abrirse paso a fuerza de mandíbulas. Los panes dulces cortados dilataban contra él sus fauces amarillas y llenas de ojos, extrañas roscas se abrían como flores de plantas carnívoras: Niñojesús tuvo por un momento la sensación de que él sería el devorado por los pasteles.
El Trucha le tironeaba de un brazo.
—La caja —dijo—, tenemos que llevarnos la caja.
Pero entretanto, al pasar, se metió en la boca un pedazo de bizcochuelo multicolor, y después la cereza de una torta, y después un brioche, siempre con prisa, tratando de no distraerse de su tarea. Había apagado la linterna.
—Desde fuera nos ven como quieren —dijo.
Habían llegado al local de la pastelería, con las vitrinas, los escaparates de cristal y las mesitas de mármol. La luz nocturna de la calle entraba a través de la cortina metálica y afuera se veían las casas y los árboles en un extraño juego de sombras.
Había que forzar la caja.
—Ten —dijo el Trucha a Niñojesús dándole la linterna con la que debía apuntar hacia abajo para que no se viese desde fuera.
Pero Niñojesús sostenía la linterna con una mano y con la otra remolineaba alrededor. Cogió un plum-cake entero y mientras el Trucha se afanaba con sus herramientas en la cerradura, empezó a mordisquearlo como si fuera pan. Se hartó enseguida y lo dejó sobre el mármol comido a medias.
—¡Quita de ahí! ¡Mira qué pocilga! —le gritó con los dientes apretados el Trucha que, a pesar de su oficio, tenía un extraño amor por el trabajo ordenado.
Después no resistió la tentación y se metió dos pastas en la boca, de esas mitad bizcochuelo mitad chocolate, sin dejar de trabajar.
Pero para tener las manos libres Niñojesús había construido una especie de pantalla con trozos de turrón y mantelillos de bandeja. Había visto unas tortas con la inscripción «Feliz cumpleaños». Dio vueltas alrededor, estudiando el plan de ataque: primero les pasó revista con el dedo y lamió un poco de crema de chocolate, después hundió la cara dentro de las tortas y empezó a morderlas una por una desde el centro.
Pero seguía sintiendo un ansia violenta que no sabía cómo satisfacer, no encontraba el modo de disfrutar del todo. Se puso a gatas sobre la mesa, con las tortas debajo: le hubiera gustado desvestirse y acostarse desnudo sobre ellas, revolcarse encima, no separarse nunca más de ellas. En cambio, dentro de cinco, diez minutos, todo habría terminado: las pastelerías volverían a serle vedadas para toda la vida, como cuando de niño pegaba la nariz a los escaparates. Si por lo menos pudiera quedarse tres, cuatro horas…
—¡Trucha! —dijo—. Quedémonos aquí escondidos hasta la madrugada, ¿quién nos va a ver?
—No seas estúpido —dijo el Trucha que había conseguido forzar el cajón y revolvía entre los billetes—. De aquí hay que largarse antes de que aparezca la poli.
Justo en ese momento se oyeron golpes en el cristal del escaparate. A la luz de la luna se vio a Uora-uora que golpeaba a través del enrejado de la persiana metálica y gesticulaba. Los dos que estaban dentro se sobresaltaron, pero Uora-uora hacía gestos de calma y le pedía a Niñojesús que lo relevara, para que él pudiera entrar. Los otros mostraron puños y dientes y le hicieron señas de que no se quedara delante de la tienda, de si se había vuelto loco.
Entretanto, el Trucha había descubierto que en la caja había sólo unos pocos miles de liras y blasfemaba y la tenía tomada con Niñojesús que no le ayudaba. Niñojesús parecía haber perdido el juicio: mordía un strudel, picaba pasas de uva, lamía almíbares, embadurnándose y dejando restos sobre los cristales de las vitrinas. Había descubierto que ya no tenía ganas de pasteles; más aún, sentía que la náusea le subía por las volutas del estómago, pero no quería ceder, no podía rendirse todavía. Y los buñuelos se convirtieron en pedazos de esponja, la masa frita en rollos de papel matamoscas, las tortas chorreaban goma y betún. Sólo veía cadáveres de pasteles que se pudrían tendidos sobre sus blancos sudarios o se deshacían en un revoltijo de cola dentro de su estómago.
El Trucha se emperró con la cerradura de otro cajón, olvidado de los pasteles y del hambre. Entonces fue cuando desde la trastienda entró Uora-uora blasfemando en siciliano y nadie le entendía.
—¿La poli? —preguntaron, los otros dos, ya pálidos.
—¡Mi turno! ¡Mi turno! —gemía Uora-uora en su dialecto, y se esforzaba por explicar a fuerza de palabras con u la injusticia de que él ayunara en el frío mientras ellos se atiborraban de pasteles.
—¡Vete a montar guardia! ¡Vete a montar guardia! —le decía Niñojesús con rabia, la rabia de estar ya saciado, que lo hacía aún más malo y egoísta.
El Trucha comprendía que relevar a Uora-uora hubiera sido más que justo, pero también comprendía que Niñojesús no se dejaría convencer tan fácilmente, y sin alguien que vigilara no se podía seguir. Entonces sacó el revólver y apuntó a Uora-uora.
—A tu puesto, enseguida, Uora-uora —dijo.
Desesperado, Uora-uora pensó en aprovisionarse antes de salir y juntó con sus grandes manos un montoncito de amaretis con piñones.
—Y si te pescan con los pasteles en la mano, imbécil, ¿qué les vas a decir? —siguió bramando el Trucha—. Deja todo ahí y lárgate.
Uora-uora lloraba. Niñojesús sintió que lo odiaba. Levantó una torta con su «Feliz cumpleaños» y se la arrojó a la cara. Uora-uora hubiera podido muy bien esquivarla, pero adelantó la cara para recibirla de lleno y después se rió, con la cara, el sombrero, la corbata embadurnados de torta, y escapó pasándose la lengua hasta por la nariz y los pómulos.
Finalmente el Trucha había conseguido forzar el buen cajón y se estaba llenando los bolsillos de billetes, maldiciendo porque se le pegaban a los dedos sucios de mermelada.
—Hala, Niñojesús, es hora de irse —dijo.
Pero para Niñojesús eso no podía terminar así: aquélla debía ser una comilona como para contarla durante años a los compañeros y a Mary la Toscana. Mary la Toscana era la amante de Niñojesús: tenía las piernas largas y lisas y un cuerpo y una cara casi caballunos. Niñojesús le gustaba porque se apelotonaba y trepaba por su cuerpo como un gran gato.
La segunda entrada de Uora-uora interrumpió el curso de estos pensamientos. El Trucha sacó enseguida el revólver, pero Uora-uora dijo: «¡La poli!» y salió disparado sujetándose con las manos los faldones flotantes del impermeable. El Trucha, después de recoger los últimos billetes, llegó en dos saltos a la puerta, con Niñojesús detrás.
Niñojesús pensaba en Mary: sólo entonces recordó que podía llevarle unas pastas, que nunca le hacía regalos, que tal vez ella se lo reprochara. Volvió atrás, rebañó unos cañones de crema, se los metió debajo de la camisa, después rápidamente pensó que había elegido las pastas más frágiles, buscó otras más sólidas y se rellenó el pecho. En ésas vio en el escaparate la sombra de los policías que se agitaban y señalaban a alguien en el fondo de la calle, y uno apuntó con la pistola en esa dirección y disparó.
Niñojesús se agachó detrás del mostrador. No debían de haber dado en el blanco: ahora hacían gestos de despecho y miraban dentro. Poco después oyó que habían descubierto la puertecita abierta y que entraban. La tienda se llenó de policías armados. Niñojesús estaba acurrucado pero mientras tanto, habiendo descubierto unas frutas confitadas al alcance de sus brazos, se atiborraba de toronjas y bergamotas para conservar la calma.
Los de la policía verificaban el robo y las huellas de la comilona en los anaqueles. Y así, distraídamente, empezaron a llevarse a la boca algunas pastitas que habían quedado sueltas, tratando de no confundir las huellas. Al cabo de unos minutos, estimulados por la búsqueda del cuerpo del delito, estaban todos comiendo a dos carrillos.
Niñojesús masticaba, pero los otros masticaban más fuerte que él y tapaban el ruido. Y sentía que algo denso se le licuaba entre pecho y camisa, y que la náusea le subía desde el estómago. Estaba tan mareado a fuerza de comer frutas confitadas que tardó un poco en darse cuenta de que el camino hacia la puerta estaba libre. Los de la policía dijeron después que habían visto un mono con el hocico empastelado que atravesaba a saltos la tienda, derribando bandejas y tortas. Y antes de que se repusieran del estupor y de que hubieran despegado los pies de las tortas, Niñojesús había desaparecido.
Cuando se desabotonó la camisa en casa de Mary la Toscana, se encontró con el pecho cubierto de una extraña mezcla. Y estuvieron hasta la mañana, él y ella, tendidos en la cama, lamiéndose y picoteándose hasta la última migaja, hasta el último resto de crema.
Italo Calvino (1923-1985)