En las lejanas tierras del norte,
hace mucho tiempo, vivió un zar
que enfermó gravemente. Reunió a
los mejores médicos de todo
el imperio, que le aplicaron
todos los remedios que conocían y
otros nuevos que inventaron sobre
la marcha, pero lejos de
mejorar, el estado del zar
parecía cada vez peor. Le hicieron
tomar baños calientes y fríos,
ingirió jarabes de eucalipto,
menta y plantas exóticas traídas
en caravanas de lejanos países.
Le aplicaron ungüentos y bálsamos
con los ingredientes más
insólitos, pero la salud del zar
no mejoraba. Tan desesperado
estaba el hombre que prometió la
mitad de lo que poseía a
quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó
rápidamente, pues las pertenencias del
gobernante eran cuantiosas, y
llegaron médicos, magos y
curanderos de todas partes del
globo para intentar devolver la
salud al zar. Sin embargo fue un
trovador quien pronunció:
—Yo sé el remedio: la única
medicina para vuestros males,
Señor. Sólo hay que buscar a un
hombre feliz: vestir su camisa
es la cura a vuestra enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia
todos los confines de la tierra,
pero encontrar a un hombre feliz
no era tarea fácil: aquel que
tenía salud echaba en falta el
dinero, quien lo poseía, carecía de
amor, y quien lo tenía se quejaba
de los hijos.
Sin embargo, una tarde, los
soldados del zar pasaron junto a
una pequeña choza en la que un
hombre descansaba sentado
junto a la lumbre de la chimenea:
—¡Qué bella es la vida! Con el
trabajo realizado, una salud de
hierro y afectuosos amigos y
familiares ¿qué más podría pedir?
Al enterarse en palacio de que,
por fin, habían encontrado un
hombre feliz, se extendió la
alegría. El hijo mayor del zar
ordenó inmediatamente:
—Traed prestamente la camisa de
ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!
En medio de una gran algarabía,
comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del
gobernante.
Grande era la impaciencia de la
gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante,
mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
—¿Dónde está la camisa del hombre
feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!
—Señor -contestaron apenados los
mensajeros-, el hombre feliz no tiene camisa.
FIN
León Tolstoi
(1928-1910)
Un agradecimiento a mis compañeros de la carrera de Ingeniería Ambiental, en estos tiempos de cambio, seguimos en la batalla pero todos sabemos que entre más se trabaje más rinden los frutos de nuestra labor.
Un especial saludo a mi gran amigo Raul Fuentes que seguimos comunicándonos a pesar de la distancia y el tiempo, no importa si no nos vemos, pero cuando nos platicamos es como si no pasara el tiempo.